Durante la década de 1940, en plena Segunda Guerra Mundial, Joseph Goebbels, jefe de propaganda de Adolf Hitler, impulsó la máxima ‘miente, miente que algo queda’, transformándola en el pilar de la estrategia comunicacional del Tercer Reich. Esta doctrina postulaba que, al reiterar una falsedad innumerables veces, el cerebro humano la asocia con la veracidad, una técnica que aún influye en asesores, líderes y comunicadores contemporáneos.
El concepto de ‘posverdad’, también denominado ‘mentira emotiva’, fue introducido en 1992 por el dramaturgo serbio-estadounidense Steve Tesich. A raíz de las declaraciones engañosas en torno al ataque del 11 de septiembre de 2001 y la subsiguiente respuesta del presidente Bush, se empezó a hablar de una ‘presidencia de la posverdad’, una frase acuñada por el periodista E. Alterman. Este término ganó notoriedad durante la campaña del Brexit en la Unión Europea y la contienda presidencial de 2016 en Estados Unidos, en la que Donald Trump emergió vencedor y fue responsable de más de 25,000 declaraciones falsas durante su primer mandato.
El diccionario Oxford reconoció la palabra ‘posverdad’ como término del año 2016, definiéndola como un escenario en el que hechos objetivos tienen menor impacto que los llamamientos a emociones y creencias personales. Tanto el principio del ‘miente, miente’ como la posverdad se orientan a manipular el pensamiento colectivo, distorsionando intencionalmente una realidad objetiva. La técnica se fundamenta en generar sensaciones y sugestiones: la primera es la impresión que se experimenta al ser estimulado un órgano sensorial, mientras que la segunda consiste en implantar una idea o creencia a través de la comunicación. Así, una atmósfera basada en una realidad falsa se refuerza continuamente hasta que esa ilusión se asimila como verdad, permitiendo la manipulación masiva.
Diversos ejemplos históricos corroboran este patrón. En 2003, el argumento de que Irak poseía armas de destrucción masiva –una premisa que justifica la invasión del presidente Bush– se sustentó en información manipulada, pese a que el país había finalizado sus programas de armamento en 1991. Por su parte, Donald Trump enfatizó en cada discurso la idea de que su administración era la mejor en la historia de Estados Unidos, a pesar de evidencias contrarias. Asimismo, tanto Estados Unidos como Israel han justificado acciones militares contra Irán, argumentando el riesgo de que desarrolle armas nucleares, ignorando que en 1988 Irán renunció a dicho programa tras coordinar sus investigaciones para fines civiles bajo la supervisión del OIEA.
La manipulación del miedo y la desinformación no es nueva; desde el siglo XIX, líderes occidentales han fomentado un temor hacia el comunismo, utilizando argumentos poco fundamentados para legitimar intervenciones en la ex-URSS y proteger intereses económicos. Hoy en día, el mismo esquema se aplica ante el conflicto ucraniano, generando inquietud en la Unión Europea sobre una potencial agresión rusa, lo que ha llevado a países como Noruega, Suecia y Finlandia a distribuir protocolos para enfrentarse a la amenaza de un conflicto nuclear.
Una observación relevante es el uso reiterado de verbos en tiempo potencial –podría, atacaría, invadiría, creía– en las declaraciones de diversos líderes, evidenciando una ambigüedad que, al evadir pruebas concretas, permite actuar sin rendir cuentas. La ausencia de evidencias sólidas sobre una posible invasión rusa a Europa apunta, además, a los intereses de la industria armamentista. Por ejemplo, las presiones de la administración Trump lograron elevar el aporte de cada país de la OTAN al 5% del P.I.B., cifra previamente establecida en el 2%, lo que sugiere que, aunque se promueva el fin de los conflictos, continúan fluyendo armas hacia escenarios como el de Ucrania.
La reflexión final se inspira en la filósofa Hannah Arendt, quien señaló que “mentir no tiene como objetivo hacer creer a la gente una falsedad, sino garantizar que nadie crea en nada”. En este contexto, un pueblo incapaz de distinguir entre la verdad y la mentira se vuelve vulnerable, permitiendo que el poder actúe sin restricciones morales ni éticas.
Autor: Jorge Rojas